VIRTUDES, DONES Y FRUTOS
Por JOSÉ MINGUET MICÓ
Si la espiritualidad
del cristiano tiene su base en las llamadas virtudes teologales, con mayor
razón en el que va a iniciar a otros en el conocimiento de Jesús, como Señor y
Redentor de la humanidad y de la creación entera y a los que sólo podrá llegar
con el testimonio de vida, que resulta de la vivencia de la propia fe,
compartida en las celebraciones litúrgicas de la comunidad a la que pertenece. Y
volvemos a lo del principio: nadie da lo que no tiene.
Difícilmente se puede
iniciar en lo esencial de la fe, si previamente no se han descubierto los
aspectos fundamentales del misterio cristiano, escondidos en el Evangelio y que
van a ser la base del ser cristiano del catecúmeno, como miembro de la Iglesia.
Los hechos que acontecieron en la plenitud de los tiempos, con la llegada de
Jesús a nuestra historia y toda su trayectoria hasta la venida del Espíritu
Santo, decisivos para la salvación del hombre, no sólo deben ser conocidos sino
meditados y asumidos. No es asunto de lectura, sino de contemplación, de
escucha en el silencio de los ratos de oración.
Y como los
acontecimientos evangélicos son tantos, pues uno no termina nunca, siempre
queda para el día siguiente. Es algo impresionante poder asomarse al contenido
de los cuatro evangelios, te quedas como lleno de admiración, agradecimiento y
alegría al ver lo grandioso apoyado en lo sencillo, lo divino en lo humano, lo
del más allá en lo del más acá y sobre todo el tener al alcance de la mano todo
lo que puedes desear para ser feliz, para poderte realizar en plenitud, como lo
que somos: Hijos de Dios.
La fe, la esperanza y
la caridad tienen su fundamento de vida en los acontecimientos de la vida de
Jesús, teniendo como tales no sólo los hechos históricos sino también su «Palabra».
Todo en Él respira fe, vive esperanza y ofrece caridad.
Todo es pasado,
presente y futuro, como queriendo decir lo que Él es: Dios-con-nosotros. Por
eso el Nuevo Testamento es el punto de arranque y de llegada de toda
espiritualidad, teniendo como base el contenido del Antiguo. La conducta humana
está definida, desde siempre, en los escritos que nos relatan la vida de los
personajes bíblicos, en los que quiso Dios dejar los rasgos de nuestra propia
vida. Cada personaje tiene ese algo de Jesucristo que enriquece su definición y
amplia su personalidad.
Y en cada uno de
ellos podremos encontrar ese algo de Dios que necesitamos para, día a día,
llenar nuestra vida, para poder dar luego.
La fe, la esperanza y
la calidad, presentes en cada acto del «ser» cristiano, deberán configurar
siempre cada una de las actuaciones de aquel que está llamado a comunicar a los
demás, por su carisma, la verdad de la doctrina del que viene a salvar a todos.
Las virtudes
teologales son el trípode imprescindible del modo de actuar del catequista. Por
eso es necesario hablar de ellas y mucho. No podemos dejar a las gentes que
comparten con nosotros el mundo de hoy, con las lagunas y vacíos de esta
llamada posmodernidad. El hombre no puede vivir de espaldas a su propia
realidad y ésta va más allá de lo material y caduco. La dimensión de lo
trascendente no se puede eliminar, sin dejar al hombre minimizado, desposeído o
expoliado.
No tenemos ningún
derecho, al contrario, tenemos la obligación de descubrir todo lo que es y
puede llegar a ser.
Con la fe, la
esperanza y la caridad se llena y se equilibra, en su integridad, al ser que
fue creado a imagen del Creador.
Pero la virtud, según
el Catecismo, es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la
persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Por lo
que se deben tener muy en cuenta también, las llamadas «virtudes humanas».
Éstas «son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales
del entendimiento y de la voluntad que regula nuestros actos, ordena nuestras
pasiones y guía nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan
facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena.
El hombre virtuoso es
el que practica libremente el bien».
Junto con las
virtudes teologales, cuatro son las virtudes cardinales con importancia
capital. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Sin la prudencia,
difícilmente podrá el catequista discernir todas las circunstancias del obrar
el bien. La prudencia es la «regla recta de la acción» dice santo Tomás,
siguiendo a Aristóteles, según cita el Catecismo. Apoyándonos en ella podemos aplicar
los principios morales sin temor a error, en los casos particulares que se
presentarán en cada catequesis y podrá cada catequista superar «las dudas sobre
el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar». Con la justicia, podrá
dar el catequista a cada cual lo suyo.
A Dios lo que es de
Dios y a los catecúmenos lo que se le debe dar como suyo. «El hombre justo,
evocado con frecuencia en la Sagrada Escritura, se distingue por la rectitud
habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo». No es una virtud
fácil en nuestros tiempos. Pero es necesaria y urgente.
La búsqueda del bien,
sin cansancios ni desfallecimientos y la firmeza en la pruebas, exige la
fortaleza, esa virtud cardinal, presente siempre en la vida de todos los que
han actuado en la palestra de la evangelización. Es la victoria sobre el temor y
la que afianza la postura de afrontar, lo que llaman muerte, con la convicción
de que sólo existe la Vida, después de la Resurrección de Jesucristo.
Con la templanza se
«modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los
bienes creados». Buena lección para nuestro mundo de despilfarro y gastos
incontrolados.
Una virtud que tiene
varios nombres: «moderación» o «sobriedad» se le llama en el Nuevo Testamento-,
que tiene como línea de actuación la moderación, la discreción y que tiene su
encanto incluso humano.
La riqueza del
carisma del catequista, se completa con los dones y los frutos del Espíritu
Santo, puestos en acción. Es lógico que a quien se le confía la catequización
se le potencie con la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia,
la piedad y el temor de Dios. Son armas necesarias para la buena enseñanza de
la doctrina hecha vida, del mensaje aceptado y vivido. Se nota enseguida la
presencia de estos dones en la vida del catequista. Su enseñar es con
autoridad, pero con santidad y gracia, portadores del germen de la fe para los
que escuchan.
Pero para que los
catecúmenos «vean» la acción del Espíritu en la vida del catequista, aparecen
los frutos «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre,
fidelidad, modestia, continencia y castidad». Virtudes, dones y frutos, todo un
abanico de posibilidades y riquezas del Espíritu, a disposición del que quiera
dar una respuesta positiva a la llamada del carisma de catequista.
Anímate.

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