domingo, 30 de agosto de 2020

LA ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA - V -

 VIRTUDES, DONES Y FRUTOS



Por JOSÉ MINGUET MICÓ



Si la espiritualidad del cristiano tiene su base en las llamadas virtudes teologales, con mayor razón en el que va a iniciar a otros en el conocimiento de Jesús, como Señor y Redentor de la humanidad y de la creación entera y a los que sólo podrá llegar con el testimonio de vida, que resulta de la vivencia de la propia fe, compartida en las celebraciones litúrgicas de la comunidad a la que pertenece. Y volvemos a lo del principio: nadie da lo que no tiene.
Difícilmente se puede iniciar en lo esencial de la fe, si previamente no se han descubierto los aspectos fundamentales del misterio cristiano, escondidos en el Evangelio y que van a ser la base del ser cristiano del catecúmeno, como miembro de la Iglesia. Los hechos que acontecieron en la plenitud de los tiempos, con la llegada de Jesús a nuestra historia y toda su trayectoria hasta la venida del Espíritu Santo, decisivos para la salvación del hombre, no sólo deben ser conocidos sino meditados y asumidos. No es asunto de lectura, sino de contemplación, de escucha en el silencio de los ratos de oración.
Y como los acontecimientos evangélicos son tantos, pues uno no termina nunca, siempre queda para el día siguiente. Es algo impresionante poder asomarse al contenido de los cuatro evangelios, te quedas como lleno de admiración, agradecimiento y alegría al ver lo grandioso apoyado en lo sencillo, lo divino en lo humano, lo del más allá en lo del más acá y sobre todo el tener al alcance de la mano todo lo que puedes desear para ser feliz, para poderte realizar en plenitud, como lo que somos: Hijos de Dios.
La fe, la esperanza y la caridad tienen su fundamento de vida en los acontecimientos de la vida de Jesús, teniendo como tales no sólo los hechos históricos sino también su «Palabra». Todo en Él respira fe, vive esperanza y ofrece caridad.
Todo es pasado, presente y futuro, como queriendo decir lo que Él es: Dios-con-nosotros. Por eso el Nuevo Testamento es el punto de arranque y de llegada de toda espiritualidad, teniendo como base el contenido del Antiguo. La conducta humana está definida, desde siempre, en los escritos que nos relatan la vida de los personajes bíblicos, en los que quiso Dios dejar los rasgos de nuestra propia vida. Cada personaje tiene ese algo de Jesucristo que enriquece su definición y amplia su personalidad.
Y en cada uno de ellos podremos encontrar ese algo de Dios que necesitamos para, día a día, llenar nuestra vida, para poder dar luego.
La fe, la esperanza y la calidad, presentes en cada acto del «ser» cristiano, deberán configurar siempre cada una de las actuaciones de aquel que está llamado a comunicar a los demás, por su carisma, la verdad de la doctrina del que viene a salvar a todos.
Las virtudes teologales son el trípode imprescindible del modo de actuar del catequista. Por eso es necesario hablar de ellas y mucho. No podemos dejar a las gentes que comparten con nosotros el mundo de hoy, con las lagunas y vacíos de esta llamada posmodernidad. El hombre no puede vivir de espaldas a su propia realidad y ésta va más allá de lo material y caduco. La dimensión de lo trascendente no se puede eliminar, sin dejar al hombre minimizado, desposeído o expoliado.
No tenemos ningún derecho, al contrario, tenemos la obligación de descubrir todo lo que es y puede llegar a ser.
Con la fe, la esperanza y la caridad se llena y se equilibra, en su integridad, al ser que fue creado a imagen del Creador.
Pero la virtud, según el Catecismo, es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Por lo que se deben tener muy en cuenta también, las llamadas «virtudes humanas». Éstas «son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regula nuestros actos, ordena nuestras pasiones y guía nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena.
El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien».
Junto con las virtudes teologales, cuatro son las virtudes cardinales con importancia capital. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Sin la prudencia, difícilmente podrá el catequista discernir todas las circunstancias del obrar el bien. La prudencia es la «regla recta de la acción» dice santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, según cita el Catecismo. Apoyándonos en ella podemos aplicar los principios morales sin temor a error, en los casos particulares que se presentarán en cada catequesis y podrá cada catequista superar «las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar». Con la justicia, podrá dar el catequista a cada cual lo suyo.
A Dios lo que es de Dios y a los catecúmenos lo que se le debe dar como suyo. «El hombre justo, evocado con frecuencia en la Sagrada Escritura, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo». No es una virtud fácil en nuestros tiempos. Pero es necesaria y urgente.
La búsqueda del bien, sin cansancios ni desfallecimientos y la firmeza en la pruebas, exige la fortaleza, esa virtud cardinal, presente siempre en la vida de todos los que han actuado en la palestra de la evangelización. Es la victoria sobre el temor y la que afianza la postura de afrontar, lo que llaman muerte, con la convicción de que sólo existe la Vida, después de la Resurrección de Jesucristo.
Con la templanza se «modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados». Buena lección para nuestro mundo de despilfarro y gastos incontrolados.
Una virtud que tiene varios nombres: «moderación» o «sobriedad» se le llama en el Nuevo Testamento-, que tiene como línea de actuación la moderación, la discreción y que tiene su encanto incluso humano.
La riqueza del carisma del catequista, se completa con los dones y los frutos del Espíritu Santo, puestos en acción. Es lógico que a quien se le confía la catequización se le potencie con la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios. Son armas necesarias para la buena enseñanza de la doctrina hecha vida, del mensaje aceptado y vivido. Se nota enseguida la presencia de estos dones en la vida del catequista. Su enseñar es con autoridad, pero con santidad y gracia, portadores del germen de la fe para los que escuchan.
Pero para que los catecúmenos «vean» la acción del Espíritu en la vida del catequista, aparecen los frutos «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad». Virtudes, dones y frutos, todo un abanico de posibilidades y riquezas del Espíritu, a disposición del que quiera dar una respuesta positiva a la llamada del carisma de catequista.
Anímate.

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