¿Cuál es el antídoto?
Por monseñor Juan del
Río Martín*
Sentirse
triste es un estado de ánimo que se da con frecuencia y que comporta un
malestar psicológico que en ocasiones no se sabe como describirlo. Sin embargo,
estar apenado en un determinado momento no es suficiente para afirmar que se
padece depresión. Hay una tristeza llamada normal, que es la situación de
abatimiento o desánimo como consecuencia de unos acontecimientos o situaciones
personales difíciles. Hay también lo que pudiéramos denominar una tristeza
buena, que es aquella provocada por el arrepentimiento de nuestros pecados y
que nos lleva a reparar el mal y a tener más confianza en Dios. En cambio, la
tristeza mala es aquel estado del alma, lo que los antiguos monjes
conocían bajo el nombre de acedía, que se caracteriza por el sufrimiento
de estar en el mundo, junto a un desinterés total por la vida. Este tipo de
tristeza viene más bien ocasionado por la incertidumbre interior y la ausencia
de propia realización; acerca de ella decía Casiano:
“La
tristeza es áspera, impaciente, dura, llena de amargor y disgusto, y le
caracteriza también una especie de penosa desesperación. Cuando se apodera de
un alma, la priva y aparta de cualquier trabajo y dolor saludable” (Instituciones,
9).
La acedia
es la gran tentación para el solitario eremita y para el solitario moderno del
asfalto y del estrés del ejecutivo. El hombre se siente traspasado hasta el
límite. El alma se embrolla y el corazón se endurece. Todo se pone en cuestión
y se llega a comportamientos infantiles que son impensables. San Gregorio Magno
enumera las consecuencia de la acedia como: “la desesperación, desaliento, mal
humor, amargura, indiferencia, somnolencia, aburrimiento, evasión de sí mismo,
hastío, curiosidad, dispersión en murmuraciones, intranquilidad del espíritu y
del cuerpo, inestabilidad, precipitación y versatilidad” (Anselm Grüm Nuestras
propias sombras. Tentaciones. Complejos. Limitaciones, 3, p. 68).
Por ello,
en el mundo moderno existe un vínculo entre depresión y acedía,
cuya curación no se consigue sólo por medio de la medicina, sino que hay que
tener presentes los elementos espirituales de la persona. Para superar esta
tristeza del alma, el venerable Juan Pablo II proponía que “la clave para
ayudar a una persona con depresión es el amor y la oración. Las personas que
cuidan de los enfermos deprimidos deben ayudar a recuperar la propia estima, la
confianza en sus capacidades, el interés por el futuro, las ganas de vivir...,
hacerles percibir la ternura de Dios... En el camino espiritual son de gran
ayuda la lectura y la meditación de los salmos, el rezo del Rosario, la
participación en la Eucaristía, fuente de paz interior” (Juan Pablo II, XVIII
Conferencia Internacional sobre la Depresión).
¿De dónde
nace esta tristeza existencial? De aquellas ideas dominantes que conllevan al
desánimo o lo fomentan. Son aquellas que están en la cultura nihilista que
domina la sociedad y que tiene en muchos casos sus altavoces en los Medios de
Comunicación Social. Podemos enunciar algunas: menospreciar el trabajo como
realización de la persona, desnaturalización de los lazos entre los hombres,
ver al otro como un infierno, la visión psico-analítica freudiana que reduce al
hombre a sus pulsiones, la misma desestabilización de la familia, las
estructuras de pecado, que no tienen otra consecuencia que la desestructuración
de la persona humana y abren verdaderos focos de depresión, desviando
finalmente al hombre de su camino hacia Dios.
El
antídoto de la acedía es la alegría; no es propio del cristiano estar triste,
ya que así es muy difícil progresar en la vida espiritual y, por lo tanto, en
el amor a Dios y a los hermanos. La tristeza predispone al mal porque es “como
la polilla al vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón
del hombre” (Prov 25,20); hay, pues, que luchar contra ese estado del alma:
“Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa lejos de ti la congoja; porque a
muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad en ella” (Ecl. 30,24-25). Además,
por una razón muy sencilla que nos dice el poeta converso a la fe católica Paul
Claudel: “La alegría es la primera y la última palabra del Evangelio”.
*Monseñor
Juan del Río Martín es el arzobispo castrense de España

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